Trepó un 1,18% hasta cerrar en 3,86 reales. El episodio es indicio de la desconfianza sobre la gestión de los recortes.
Los anuncios de los ministros de Hacienda, Joaquim Levy, y de su colega de Planificación, Nelson Barbosa, el lunes por la tarde, sobre el nuevo paquete de ajuste, no alcanzaron a erradicar la volatilidad del dólar en Brasil. Ayer, la cotización de la divisa volvió a trepar 1,18%, para cerrar en 3,86 reales. El episodio no justifica expresiones alarmistas, de aquellas que abundaron las últimas dos semanas, pero revela algunas desconfianzas sobre la capacidad del gobierno de Dilma Rousseff de llevar a buen término las medidas propuestas.
El hueso más duro de roer es, nuevamente, la Cámara de Diputados comandada por el inefable Eduardo Cunha, un ex legislador oficialista convertido en opositor por cuenta de las denuncias de corrupción que pesan sobre él. Esa institución deberá decidir sobre una de las partes más importantes del nuevo plan fiscal: la recreación de un impuesto que grava en 0,2% todas y cada una de las operaciones financieras, bancarias y de tarjetas de crédito realizadas por brasileños y residentes en el país.
Ese gravamen tiene un destino: abastecer el sistema de jubilaciones. Y lo que el Estado recibiría está en el orden de los 8.000 millones de dólares. Junto con la suba de las alícuotas de otros tributos y los 6.800 millones del recorte de gastos decidido el fin de semana, ese dinero debería servir no sólo para financiar el presupuesto de 2016 sino también para conseguir un ligero superávit primario (de gastos del Estado antes del pago de los servicios de la deuda interna) de 0,7%.
Sobre este punto específico giraban ayer todas las dudas. En una reunión que mantuvieron ayer con Rousseff, los líderes de los partidos aliados a la jefa de Estado le señalaron que será una tarea muy ardua conseguir que el Congreso le vote el tributo. El propio dirigente del bloque del PT, José Guimaraes, manifestó esa convicción sobre las dificultades. Argumentó que para ser aprobado el impuesto requiere contar con por lo menos 308 votos, lo que representa el apoyo de 60% de los legisladores. Como era de esperar, el diputado evangélico Cunha no hará nada para convencer a sus colegas de que es preciso “ayudar” al gobierno con la votación.
“Ese impuesto es muy difícil porque el gobierno no tiene voto” expresó; o sea, cualquier esfuerzo oficial del Ejecutivo entre la base de diputados para conseguir el respaldo a su juicio sería “nulo”.
Con la esperanza de conjurar la mala onda que viene del Parlamento, Dilma sostuvo ayer que anunciará la próxima semana una profunda reforma administrativa que contempla eliminar una decena de ministerios sobre un total de 39. Lo hará antes de viajar, el miércoles próximo, a la Asamblea General de la ONU, donde debe pronunciar el discurso de apertura: “Voy a juntar ministerios y unir grandes organismos del gobierno. Tomaremos una serie de medidas administrativas que reducirán la máquina estatal. Se hará una evaluación muy estricta de todo lo que tenemos ahora”, declaró en una conferencia de prensa en Planalto. No es que sea una gran economía, ya que en la estimación de Rousseff y sus ministros representaría un ahorro de 52 millones de dólares. Pero serviría como indicio de a qué punto está dispuesto el gobierno para conseguir que el déficit presupuestario se transforme en superávit.
En tanto, el presidente del Banco Central, Alexandre Tombini, defendió el plan económico en marcha. Opinó que, a diferencia de otros países e, incluso, del pasado en Brasil, esta vez la devaluación del real “no se convirtió en un factor de desequilibrio e inestabilidad financiera”. Más aún, la depreciación de la moneda (de 33% desde inicios del año) se ha convertido en la principal contribución al futuro crecimiento económico que vendrá, dijo, de las exportaciones.