Puerto Barra, Paraguay. AFP. Los colonos convirtieron en plantaciones de soja las tierras de los indígenas paraguayos aché guayakí. Estos se adaptaron y hoy son expertos agricultores de cereales y oleaginosas, pero la estrechez de sus nuevas tierras y el avance demográfico los asfixia lentamente.
Se trata de los últimos pueblos originarios que abandonaron en la década de 1970 la vida silvícola para evitar su exterminio en la rica región del Alto Paraná, en la exuberante triple frontera con Brasil y Argentina.Bañado por ríos, arroyos, cataratas como la del Iguazú, el Acaray, Monday y Ñacunday, cuyas aguas discurren a gran velocidad sobre un lecho rocoso, este escenario sirvió de inspiración para la muy premiada superproducción británica “La Misión” (Robert De Niro y Jeremy Irons) en 1986.Los aché ya tuvieron su primer choque con los colonos en 1542 en los tiempos del español Alvar Núñez Cabeza de Vaca, cuyas tropas se enfrentaron con ellos al cruzar el caudaloso Paraná, a caballo y a nado, en su destino de Santa Catarina en la costa atlántica a Asunción, donde el aventurero foráneo debía asumir como gobernador en 1542.Los colonos conocieron la ferocidad de estos indígenas en la década de 1970, en coincidencia con la construcción de la gigantesca Itaipú, la represa hidroeléctrica de mayor potencia en el mundo que comparten Paraguay y Brasil sobre el Paraná limítrofe.“Entre los años sesenta y setenta se operó un genocidio que dejó un saldo de 500 muertos”, entre víctimas de armas de fuego y enfermedades, asegura José Anegy, portavoz del asentamiento aché de Puerto Barra, distante a unos 400 km de Asunción.En Puerto Barra, a orillas del río Ñacunday, los aché guayaki celebraron en noviembre su cuarto reencuentro desde que se adaptaron a la civilización hace 40 años.
En pie de guerra
La comunidad indígena, reducida hoy a unos 2.500 habitantes distribuidos en seis reductos, afronta en estos días el despojo vía judicial de una parte de sus tierras. El conflicto los puso en pie de guerra y la determinación de peregrinar a la capital paraguaya para reclamar sus derechos.
Marciano Chevogy, uno de los caciques, anunció que se prepara un contingente de unos 1.500 achés para ir a protestar a Asunción.
La tribu convive en este paraje verde a 100 km al sur de Ciudad del Este, que con Foz de Iguazú (Brasil) y Puerto Iguazú (Argentina) conforman el eje urbano de la triple frontera, una zona cosmopolita donde confluyen millones de turistas cada año y viven inmigrantes de unas 70 nacionalidades distintas.
En noviembre, ante autoridades del país y de cientos de descendientes, pidieron la intermediación del gobierno para solucionar el litigio que tuvo un fallo en contra de la Corte Suprema.
“Declaramos que si esta situación no se resuelve, la nación aché demandará a las instancias internacionales”, advirtió en tono dramático Anegy frente a los representantes del gobierno.
El estadounidense Bjarne Fostervold, un misionero evangélico cuyo padre, Rolf Fostervold, reunió en una aldea a parte de la perseguida población indígena hace más de cuatro décadas, dijo que las 850 hectáreas donde se asientan actualmente unas 50 familias achés (Puerto Barra) fueron adquiridas en su casi totalidad por gestiones privadas, con escasa participación del Estado.
La necesidad de tierra que ellos tienen es cada vez más urgente. Solo uno de sus vecinos “brasiguayos”, los colonos que monopolizan la propiedad en Alto Paraná, explota 5.000 hectáreas donde planta a gran escala soja de exportación.
“Nosotros solo tenemos 270 hectáreas de plantaciones de soja, trigo, maíz, entre otros cultivos de renta” y de consumo, explica Lorenzo Puapirangy, cacique de Puerto Barra.
Nostalgia de la selva
Lorenzo Krachogy, de 90 años, padre de Puapyrangy, fue el indio baqueano que reunió a gran parte de sus parientes perdidos en el monte para reconstruir sus familias con la ayuda del misionero estadounidense en 1970.
“Cuando tenía nueve años los blancos mataron a mi padre y a otros indígenas. Tenían perros y escopetas. A mí me capturaron y me vendieron. El papá de Bjarne me rescató y me propuso reunir a los parientes que quedaban en el bosque. Eso hicimos y por eso estamos aquí”, relata y asume que su padre “también mataba a los blancos”.
Recordó que vivían en una selva impenetrable donde el silencio era dominado por el rugido del yaguareté, el tigre americano. “Ahora convivimos con los blancos. Ya no son nuestros enemigos”, subraya.
Victoria Pikigy, “pescado pequeño” en aché, de 80 años, también rememora que la vida en el monte era placentera, feliz y segura. “Cuando me adentro en el bosque a veces lloro porque esos tiempos ya no volverán”, afirma, sentada en el suelo sobre una manta de hilos de hoja de palmera.