Los más pequeños sufren discriminación en los países de origen de sus padres
Pero nada resultó como los niños y sus padres soñaron. “En Atlanta”, cuenta Amabilia, la madre de los pequeños, “los dos teníamos trabajo. No éramos ricos, pero podíamos comprar a los niños comida y ropa de calidad y hasta algún capricho”. Añade que, cuando volvieron a Guatemala, ni ella ni Gerson, su pareja, encontraron un empleo, por lo que él decidió migrar nuevamente.
Amabilia sigue sin tener un empleo. Sobrevive vendiendo pan a domicilio y su ingreso promedio ronda los tres dólares diarios
De nuevo en Atlanta, el padre de los pequeños decidió casarse con una ciudadana norteamericana, en un intento de obtener la residencia. No funcionó. Y, sin divorciarse, buscó una nueva pareja, con quien ya ha procreado dos hijos, y solo muy esporádicamente se comunica con Isabel y Daniel. Jamás les manda un solo dólar.
La experiencia escolar resulta todavía más frustrante. Dado que su formación inicial fue en inglés, idioma que hablan con fluidez, su incorporación a la enseñanza local fue traumática, con el añadido de que las profesoras se burlaban de ellas, subrayando su ‘torpeza’ fruto de la barrera idiomática. Fue la excusa ideal para que los compañeros iniciaran una brutal campaña de acoso escolar en contra de los hermanos. “Ustedes son gringos, vuélvanse a su país”. “Aquí solo quitan oportunidad de educación a niños guatemaltecos”, son frases más frecuentes tienen que soportar, amén de agresiones físicas.
Con la mirada perdida en la nostalgia, Isabel recuerda la diferencia de trato en su escuela de Atlanta. “Mi maestra era muy amable. Mis compañeros me trataban bien. Nunca había peleas, utilizaban un lenguaje correcto, sin palabrotas. Todos compartían con todos. Me gustaba estar allá”, dice a EL PAÍS, para subrayar el contraste con el trato recibido aquí por sus profesoras. “Muchas son muy malas. A mi hermano y a mí nos trataban muy mal porque no entendíamos el castellano. Ese maltrato se convirtió en la excusa para que los otros niños nos insultaran”, cuenta mientras alguna lágrima se asoma a sus ojos.
En esas condiciones, la madre y sus retoños han decidido que la vuelta de los niños a Estados Unidos es el único camino para que puedan hacer una vida sana. El rechazo y la pobreza hacen que ambos sufran síntomas de depresión, lo que también empieza a reflejarse en su salud física. Pero no es tarea fácil. Los pasaportes de los niños están vencidos. No los pueden renovar sin una partida de nacimiento que solo se puede reclamar en Atlanta, y una carta del padre cada vez más ausente, amén de los gastos que implica este trámite burocrático y que desde su pobreza extrema, Amabilia no puede sufragar.
A lo anterior, Clara de Reyes, del Consejo Nacional de Atención al Migrante de Guatemala, Conamigua, añade que los niños están ya en calidad de ‘inmigrantes ilegales’ en el país, mientras que la ausencia del padre se convierte en un obstáculo infranqueable para que los pequeños puedan pedir la doble nacionalidad [la ley obliga a que los dos padres estén presentes].
Un drama que, con matices más o menos dramáticos, se repite en miles de hogares y que queda sumergido en la oscuridad de las frías estadísticas. Según los registros oficiales, a lo largo de 2015 desde Estados Unidos fueron deportados 31.443 guatemaltecos de los aproximadamente 1,8 millones que residen en aquel país. Un 60% de ellos migraron y laboran al margen de la ley y se habla de cifras aproximadas, porque es imposible cuantificar una actividad clandestina que mueve a decenas de personas cada día por los más de 1.000 puntos ciegos de la permeable frontera entre México y Guatemala. Al respecto, el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef) advierte que cada hora salen rumbo a estados Unidos dos niños guatemaltecos no acompañados por adultos. Un drama humano al que nadie parece ponerle la debida atención.
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