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Ni una lágrima por Mao

Pekín, China. AFP. La muerte de Mao Zedong, fundador de la China comunista, de la que se cumplen esta semana 40 años, fue como la de un emperador y despejó el camino para la modernización del país, recuerda uno de los pocos occidentales en Pekín en aquel momento.

“La China de hoy nació de ese periodo” y de la reorientación del régimen favorecida por el fallecimiento, el 9 de septiembre de 1976, de Mao, quien obstaculizaba la apertura económica, explica a la AFP Ragnar Baldursson.

Ahora Baldursson trabaja como diplomático en la embajada de Islandia en Pekín pero en aquella época formaba parte del puñado de estudiantes occidentales aceptados en China desde el comienzo, en 1966, de las turbulencias de la “revolución cultural”.

Los retratos de Mao estaban por todas partes, eran “omnipresentes”. Incluso en el instituto de lenguas extranjeras de Pekín en el que Baldursson estudiaba desde 1975. Se despertaba con los eslóganes difundidos por los altavoces y se dormía “soñando con Mao”, recuerda.

Poco después de sus estudios de secundaria, Baldursson recibió una beca de la República popular. Era el más joven de la Organización marxista-leninista de Islandia. “Los radicales pensaban que la China maoísta podía ser una solución. Para mí, era un ejercicio intelectual”, comenta sonriendo.

Se desengañó pronto. Sus profesores chinos estaban aterrorizados y rehuían sistemáticamente los temas políticos.

Peter Peverelli, un holandés, estudiaba ese año en el mismo instituto pekinés. Había una “miríada de eslóganes políticos” y las relaciones con el exterior estaban vigiladas, explicó a la AFP.

 Año del ‘dragón de fuego’ 


Peverelli pasó una semana en una comuna popular en el campo y a Ragnar Baldursson lo invitaron a visitar una fábrica. “El discurso de los obreros era hipernacionalista, pero las máquinas y herramientas supuestamente ‘made in China’ eran de marcas occidentales”, cuenta.

“Es sano para los extranjeros aprender en China cómo se hace la revolución” porque “regresarán a casa para derrocar a sus propios opresores”, se leía en un cartel, afirma Baldursson.

En la práctica reinaba la desconfianza. La gente podía verse en problemas con sólo conversar con un extranjero y los alumnos chinos creían que había “espías ocultos” entre sus camaradas occidentales.

Baldursson se las apañó. Como hablaba el esperanto, una lengua internacional promovida por el régimen comunista, pudo reunirse con jóvenes intelectuales y con el vicepresidente del Comité revolucionario del Instituto.

1976 era, según el calendario chino, un año “del dragón de fuego”, una combinación que anuncia convulsiones políticas. Y así fue.

Las luchas entre los reformistas y el clan maoísta liderado por la Banda de los Cuatro, encabezada por la esposa de Mao, salieron a la luz del día en abril de 1976.

Un millón de chinos se congregó en la plaza Tiananmen para rendir homenaje al ex primer ministro Zhou Enlai, fallecido en enero, y sobre todo para criticar al entorno de Mao. Lo hicieron con poemas sarcásticos. Peter Peverelli fue testigo de ello.

El régimen contraatacó acudiendo a las universidades y desalojando Tiananmen el 5 de abril. Entonces empezaron a verse en las universidades lemas contrarios a Deng Xiaoping, el “capitalista”.

En septiembre, después de un año marcado por el terrible terremoto de Tangshan, los estudiantes se quedaron de piedra con el anuncio solemne de que Mao había fallecido el día 9.

“Era difícil concebir una China sin Mao. La gente estaba seria, pero no lloraba, a diferencia de por la muerte de Zhou Enlai”, afirma Ragnar Baldursson, en un relato en inglés titulado “Nineteen Seventy-Six”. Los chinos se preocupaban más bien por la “pérdida de puntos de referencia”.

Las autoridades animaron a fabricar coronas funerarias. Un ciprés fue así perdiendo sus ramas. Los estudiantes extranjeros pudieron recogerse ante el ataúd de Mao. “No era agradable ver su cara, estaba hinchada y pálida”, describe el islandés.

Cuando aún no había transcurrido un mes, la caída estrepitosa de la “Banda de los Cuatro” suscitó tal alegría que los restaurantes de Pekín se quedaron cortos de cerveza.

Pero en cuanto el estudiante vio al nuevo número uno chino, Hua Guofeng, aclamado a la entrada de la Ciudad Prohibida, tuvo la sensación de asistir al advenimiento de un “nuevo emperador”.

La llegada del reformista Deng Xiaoping al poder provocó un “sobresalto” de libertad de expresión, al menos por un tiempo, en los campus, recalca Baldursson, que en 1979 se convirtió em el primer occidental diplomado por la Universidad de Pekín.

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