- A unque en estos países se han endurecido las leyes contra la violencia de género, aún persiste un sistema no escrito basado en la reputación familiar, o incluso en castas, que expone a las mujeres a ser violentadas sistemáticamente.
Lo grave del caso no es sólo el hecho, un asesinato. Lo grave del homicidio de Farzana Parveen, joven pakistaní de 25 años lapidada en Lahore, es la carga simbólica de una muerte por demás horrenda e inexplicable: una mujer golpeada hasta morir en la entrada de la corte más alta de una ciudad que se precia de ser algo así como el corazón cultural de Pakistán.
Parveen llegó a la Corte Superior de Lahore acompañada de su esposo, Mohamad Iqbal, para declarar que se había casado con él por su propia voluntad y que no había sido secuestrada, como aseguraban sus hermanos y padre. La familia Parveen instauró una demanda para intentar anular un matrimonio inconveniente, pues en los planes familiares, Farzana debió casarse con un primo y no con Mohamad.
Aunque el matrimonio libre está inscrito en la ley pakistaní, nadie evitó esta semana que los hermanos y primos de Farzana la golpearan hasta matarla con palos y ladrillos. Iqbal, el esposo, cuenta que imploró la ayuda de policías y de la gente que pasaba por la entrada de la corte, ubicada en un sector concurrido de Lahore. Nadie ayudó. El padre se limitó a mirar cómo su familia asesinó a su hija, a su hija embarazada. Más allá de la ley, al parecer, sólo queda el honor.
El caso de Farzana es uno de los cientos de crímenes de honor que se cometen cada año en Pakistán. Sólo en 2013, la Comisión de Derechos Humanos de Pakistán documentó cerca de 900 de estos hechos y en un informe publicado hace unas semanas aseguró que “este tipo de crímenes persisten por la impunidad de la que gozan los asesinos”, al tiempo que denunció que, por ejemplo, el término violencia doméstica sigue sin ser definido con claridad en el Código Penal de este país.
La violencia de género no es un tema que se pliegue necesariamente a la existencia o no de legislación. El honor es un asunto etéreo, pero poderoso, una noción casi instintiva que parece escapar a la racionalidad de la ley. Esta semana, dos jóvenes (14 y 15 años) fueron asesinadas en el estado indio de Uttar Pradesh (norte) después de ser violadas en grupo. El crimen en un principio no quiso ser registrado por la Policía, porque las víctimas pertenecen a la casta de los intocables, o dalits, la más baja en el país.
Aunque las autoridades ya detuvieron a uno de los presuntos cinco asesinos, la reacción inicial de los investigadores deja mucho que desear en un país que el año pasado introdujo nueva legislación con penas más altas para la violencia contra la mujer, además de criminalizar acciones como el acoso. Más allá de las buenas intenciones de la ley están las cerca de 1.000 mujeres dalits que cada año, se estima, son violadas en India.
Aunque el país ha tomado duras medidas para arrinconar a los violadores, las acciones de las autoridades parecen haberse centrado en la clase media y media alta, más aún después de la muerte en 2013 de una estudiante que fue violada en grupo, además de ser empalada; la víctima murió en Singapur después de soportar varias cirugías para intentar reparar los daños internos que sufrió, pero antes alcanzó a declarar ante un funcionario judicial. Cuatro hombres fueron hallados culpables y sentenciados a muerte, apenas la cuarta vez que ha sido aplicada la pena capital en India.
Ahora, la ley puede no solucionar nada. Todo siempre puede ser peor, como en Afganistán, en donde el presidente, Hamid Karzai, vetó una reforma al Código Penal que les hubiera prohibido a los familiares de un acusado en un caso de violencia doméstica testificar en su contra. Lo más nocivo de esta modificación es que en este país la mayor parte de la violencia contra las mujeres sucede dentro de la familia, por lo que esto haría prácticamente imposible juzgar y condenar a los atacantes.
En medio de esta controversia (la legislación aún está pendiente de ser reintroducida por el Congreso), el país parece estar experimentando cierta transformación, una transformación violenta. Una mujer conocida como Zahra llegó a un refugio para mujeres maltratadas para confesar que había quemado a su esposo después de que éste decidiera no defenderla tras haber sido violada por un vecino. “Retrocedí y vi cómo se quemaba. Pensé que alguien iba a morir y que esa persona sería mi esposo o yo”, les dijo a medios locales. La mujer había sido maltratada en otras ocasiones por su marido, que una vez la quemó en el abdomen para intentar hacerla abortar.
Sólo en este mes se han registrado dos casos similares al de Zahra en los que mujeres agredidas han dado un violento (e incluso ilegal) paso al frente para defenderse o buscar refugio: la familia de una niña de 13 años le cortó la nariz y las orejas a un hombre acusado de haber intentado violar a la menor y otra mujer decidió huir de su hogar y buscar la protección de la Policía después de que su esposo la golpeara varias veces con ladrillos. Los tres episodios han sucedido en la provincia de Baghlan.
El espectador
Parveen llegó a la Corte Superior de Lahore acompañada de su esposo, Mohamad Iqbal, para declarar que se había casado con él por su propia voluntad y que no había sido secuestrada, como aseguraban sus hermanos y padre. La familia Parveen instauró una demanda para intentar anular un matrimonio inconveniente, pues en los planes familiares, Farzana debió casarse con un primo y no con Mohamad.
Aunque el matrimonio libre está inscrito en la ley pakistaní, nadie evitó esta semana que los hermanos y primos de Farzana la golpearan hasta matarla con palos y ladrillos. Iqbal, el esposo, cuenta que imploró la ayuda de policías y de la gente que pasaba por la entrada de la corte, ubicada en un sector concurrido de Lahore. Nadie ayudó. El padre se limitó a mirar cómo su familia asesinó a su hija, a su hija embarazada. Más allá de la ley, al parecer, sólo queda el honor.
El caso de Farzana es uno de los cientos de crímenes de honor que se cometen cada año en Pakistán. Sólo en 2013, la Comisión de Derechos Humanos de Pakistán documentó cerca de 900 de estos hechos y en un informe publicado hace unas semanas aseguró que “este tipo de crímenes persisten por la impunidad de la que gozan los asesinos”, al tiempo que denunció que, por ejemplo, el término violencia doméstica sigue sin ser definido con claridad en el Código Penal de este país.
La violencia de género no es un tema que se pliegue necesariamente a la existencia o no de legislación. El honor es un asunto etéreo, pero poderoso, una noción casi instintiva que parece escapar a la racionalidad de la ley. Esta semana, dos jóvenes (14 y 15 años) fueron asesinadas en el estado indio de Uttar Pradesh (norte) después de ser violadas en grupo. El crimen en un principio no quiso ser registrado por la Policía, porque las víctimas pertenecen a la casta de los intocables, o dalits, la más baja en el país.
Aunque las autoridades ya detuvieron a uno de los presuntos cinco asesinos, la reacción inicial de los investigadores deja mucho que desear en un país que el año pasado introdujo nueva legislación con penas más altas para la violencia contra la mujer, además de criminalizar acciones como el acoso. Más allá de las buenas intenciones de la ley están las cerca de 1.000 mujeres dalits que cada año, se estima, son violadas en India.
Aunque el país ha tomado duras medidas para arrinconar a los violadores, las acciones de las autoridades parecen haberse centrado en la clase media y media alta, más aún después de la muerte en 2013 de una estudiante que fue violada en grupo, además de ser empalada; la víctima murió en Singapur después de soportar varias cirugías para intentar reparar los daños internos que sufrió, pero antes alcanzó a declarar ante un funcionario judicial. Cuatro hombres fueron hallados culpables y sentenciados a muerte, apenas la cuarta vez que ha sido aplicada la pena capital en India.
Ahora, la ley puede no solucionar nada. Todo siempre puede ser peor, como en Afganistán, en donde el presidente, Hamid Karzai, vetó una reforma al Código Penal que les hubiera prohibido a los familiares de un acusado en un caso de violencia doméstica testificar en su contra. Lo más nocivo de esta modificación es que en este país la mayor parte de la violencia contra las mujeres sucede dentro de la familia, por lo que esto haría prácticamente imposible juzgar y condenar a los atacantes.
En medio de esta controversia (la legislación aún está pendiente de ser reintroducida por el Congreso), el país parece estar experimentando cierta transformación, una transformación violenta. Una mujer conocida como Zahra llegó a un refugio para mujeres maltratadas para confesar que había quemado a su esposo después de que éste decidiera no defenderla tras haber sido violada por un vecino. “Retrocedí y vi cómo se quemaba. Pensé que alguien iba a morir y que esa persona sería mi esposo o yo”, les dijo a medios locales. La mujer había sido maltratada en otras ocasiones por su marido, que una vez la quemó en el abdomen para intentar hacerla abortar.
Sólo en este mes se han registrado dos casos similares al de Zahra en los que mujeres agredidas han dado un violento (e incluso ilegal) paso al frente para defenderse o buscar refugio: la familia de una niña de 13 años le cortó la nariz y las orejas a un hombre acusado de haber intentado violar a la menor y otra mujer decidió huir de su hogar y buscar la protección de la Policía después de que su esposo la golpeara varias veces con ladrillos. Los tres episodios han sucedido en la provincia de Baghlan.
El espectador
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