Una procesión de unas 1.500 personas, disfrazadas de arlequines, tigres o piratas, junto a médicos y enfermeros y acompañados por sus familias y por simpatizantes llegados de cerca o de lejos recorrió el jueves las calles del popular barrio Engenho de Dentro, a menos de dos kilómetros del estadio que en 2016 acogió las pruebas de atletismo de los Juegos Olímpicos.
Allí se encuentra el Instituto Municipal Nise da Silveira, fundado en 1911 con el nombre de Centro Psiquiátrico Pedro II, pero rebautizado en honor a la célebre psiquiatra fallecida en 1999.
Silveira, una discípula de Carl Jung, revolucionó el tratamiento de los padecimientos mentales en Brasil, aboliendo prácticas como el electrochoque o la lobotomía y buscando la resocialización de los pacientes.
Un taller de arteterapia del instituto formó en 2001 un “bloco”, esas procesiones que son la marca del carnaval callejero, que eligió un nombre emblemático: “Locura suburbana”.
“La idea era rescatar el carnaval suburbano, que estaba moribundo, porque todos los blocos se marchaban hacia la zona sur”, la más rica y turística de Rio, explica la psicóloga Ariadne de Moura Mendes, coordinadora del grupo.
¡Acá me siento libre!”
Como cada año, los participantes, ya disfrazados, algunos con zancos y otros con grandes banderolas de colores vivos, se dan cita en el patio del Instituto.
André Poesia es uno de los cantantes del grupo y calienta su voz. Ya en la calle, un equipo de sonido instalado en una camioneta hará oír con potencia los ritmos de la fiesta.
“El carnaval es parte de mi vida, me gusta mucho la samba. Nuestro bloco muestra que no hay que tener prejuicios. El loco también es capaz de ser feliz, de divertirse”, afirma con una gran sonrisa este hombre de 42 años con diagnóstico de esquizofrenia.
Mónica, tratada por la misma dolencia, no ve el momento de que empiece el desfile. ”¡Acá me siento libre!”, exclama esta menuda mujer de 45 años, vestida con un tutú fucsia, que detiene a los peatones para darles un beso.
Un poco más lejos, Silas Gonçalves, vestido con una camiseta verde estampada con flores, toca el tambor en el grupo de percusionistas. “Vengo a divertirme. Es fantástico encontrarse con amigos en lugar de permanecer encerrado”, afirma este hombre de 52 años, en tratamiento por adicción al alcohol y la cocaína.
Para Ariadne de Moura Mendes, el carnaval permite a los pacientes “dejar de identificarse como locos y con los prejuicios sociales que los ven como inútiles, peligrosos o perezosos. Son personas que darán a conocer sus potencialidades, sus expresiones, que son verdaderos artistas”.
Un alcalde con cuernitos de diablo
“Locura suburbana” preparó su desfile a lo largo del año. Los pacientes o vecinos que quieren participar pueden pedir prestados disfraces, que se guardan en una pequeña construcción que en otras épocas sirvió de capilla funeraria.
Márcio Inácio, un expaciente que fue tratado allí por un estado depresivo, volvió al lugar para esculpir en poliestireno una gigantesca efigie del alcalde de Rio, Marcelo Crivella, con cuernos de diablo. Una manera de devolverle al edil, un exobispo evangélico, las reticencias que muestra frente a la sensual exuberancia del carnaval.
La fiesta “más grande del mundo” sufrió además recortes importantes de subvenciones, que obligaron este año a “Locura suburbana” a colectar fondos por internet para mantener vivo su desfile.
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